miércoles, mayo 21, 2025
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Complicidad

EntendamosnosHace unos años, no muchos, regresaba yo a casa de un viaje en coche con mi marido –entonces lo era de hecho, hoy de derecho también– un domingo por la tarde. Él iba al volante, y mientras conversábamos yo le acariciaba distraídamente una oreja con la punta de los dedos. De repente oímos gritos que pretendían llamar nuestra atención: estábamos parados en un semáforo, y a nuestro lado se había situado un descapotable ocupado por cuatro personas jóvenes, dos chicos –delante– y dos chicas –detrás–. El conductor nos miraba mientras hacía gestos obscenos, simulando una mamada, y los demás reían y gritaban, mofándose de nosotros. Aquella breve experiencia (enseguida el semáforo cambió al verde y los perdimos de vista) me hizo darme cuenta de que, para cierta gente, la homosexualidad no puede ser jamás sino algo obsceno, grotesco y risible. Algo que en modo alguno puede pretender equipararse a la heterosexualidad.

Alguien podría pensar que aquello, más que una muestra de homofobia, fue una simple gamberrada de unos jovenzuelos aburridos. Sin embargo, años después nos sucedió algo muy parecido en un transporte público, al cogernos de la mano mientras mirábamos por la ventanilla. Sólo que en esta ocasión quienes se reían y burlaban muy poco discretamente de nuestro gesto eran unas mujeres, sentadas a escasa distancia de nosotros, que por su edad podrían ser abuelas y tenían aspecto de gente ‘de orden’, convencional y biempensante.

El escritor estadounidense Edmund White cuenta, en su libro de ficción autobiográfica ‘The Farewell Symphony’, una anécdota que es como el reverso de la moneda de éstas dos. El protagonista del libro es un joven gay de EEUU que a la sazón está viviendo en Roma, donde ha conocido a una artista del lugar llamada Tina; una noche que ambos están borrachos, la muchacha sorprende a su amigo revelándole de pronto su amor por él, a pesar de que conoce su homosexualidad. Cuando un magreo tentativo y algo brutal entre los dos se vuelve de repente demasiado violento –ella le golpea fuerte en la nariz–, el joven se asusta, piensa que la chica está loca y emprende la huida, consciente de que ella va tras él:

“Con un poco más de serenidad bajé a la parada de taxis de Piazza Barberini. Le dije al taxista que me dejase en la plaza de Santa María, en el Trastevere; ya haría a pie el resto del camino hasta casa.

Pero cuando ya estaba a punto de dejarme donde le había pedido, el taxista me soltó: ‘¿Conoce Ud. a esa mujer que nos está siguiendo?’

Le contesté: ‘Aquí tiene un poco de dinero extra. ¿Podría esperarme aquí un momento mientras hablo con ella?’

El taxista me sonrió como si ya supiera de qué iba aquello, y de repente vi que me tomaba por un marido calavera que venía al Trastevere a ver a su querida, y a Tina, por mi esposa presa de los celos. Y me di cuenta de que, mientras que la vida de los gais es siempre aberrante, no existe ni un solo momento de la vida de los heteros, por extravagante o melodramático que sea, que no resulte agradablemente familiar, que no recuerde a una canción o a una película o a un poema. Yo hubiera sentido vergüenza si hubiese sido un hombre el que me estuviera persiguiendo, y en cambio ahora existía un elemento de complicidad entre el taxista y yo. Cada ocasión heterosexual es una institución, cada pecado heterosexual, un motivo de orgullo.�

A veces nos preguntamos cuándo podremos considerar que el movimiento LGTB ha alcanzado por fin sus últimos objetivos, que la sociedad ha asumido ya plenamente su propia diversidad en cuanto a la orientación afectivosexual de sus miembros y la homofobia y el heterosexismo han pasado a ser, tan sólo, un triste recuerdo de otras épocas. Quizá la respuesta sea que ese día habrá llegado –si es que llega alguna vez– cuando, al darse cuenta de que esos dos hombres o esas dos mujeres que tiene delante son gais o lesbianas, y además son pareja, la reacción de cualquier persona heterosexual sea la misma que tendría si estuviese ante un hombre y una mujer en las mismas circunstancias. Cuando dicha persona sea capaz de ponerse en el lugar de quienes son diferentes de él o ella y sentir no ya rechazo o menosprecio, sino los mismos sentimientos de complicidad y simpatía que probablemente le provocaría la visión de una ‘parejita’ hetero. Y para que ello fuera posible, seguramente haría falta que también a cualquier persona heterosexual, al encontrarse con una muestra de amor entre dos hombres o dos mujeres, le viniesen a la memoria canciones, películas o poemas que tratasen dignamente y sin prejuicios de amores semejantes a éste.

A menudo señalamos lo importante que es para los propios gais y lesbianas, sobre todo en la adolescencia, encontrar referentes socioculturales que les ayuden a aceptarse como son y a vivir su vida convencidos de que ni su dignidad ni sus posibilidades de experimentar la felicidad son en absoluto inferiores a las de los heteros. Y es verdad; pero no debemos olvidar que esos mismos referentes son necesarios también para los heterosexuales: para que éstos puedan aceptar y respetar de verdad a los gais y las lesbianas con quienes se encuentren a lo largo de su vida, ya sea por la calle, entre sus vecinos, entre sus compañeros de estudios o de trabajo, entre sus amistades… o, quizá, en su propia familia.

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Nemo

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