martes, mayo 20, 2025
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El vagon de la felicidad

6 grados de separación

Algunas veces me sorprendo enunciando frases que le oía a mi padre a mi edad, y considerando que yo no soy padre a mi vez, es algo para alarmarse. Me maravillo yo también, con la parte de felicidad y de preocupación que tiene ese verbo, de la facilidad con que la juventud de hoy se desenvuelve en un mundo cada vez más precoz de experiencias, de tiendas, de consumo y sobre todo, no ya de descaro sino de verdadera falta de educación frente al prójimo. Quizá es la otra cara de la osadía, de la inteligencia que ha sido cultivada con conocimientos que han salido del cauce escolar y familiar, y que hace piruetas que nos maravillan -es decir que nos ilusionan y nos horrorizan a partes iguales y, a veces, al mismo tiempo- . He de hacer un esfuerzo de diálogo cada vez que veo a alguien con una actitud irrespetuosa, y a medida que avanza mi edad me voy desplazando más hacia el centro de la diana. Cuando me llaman de usted siento como si me creciera una cana, y no es tanto las arrugas en el cerco de los ojos como la sensación de que un púber se dirige a mi así porque sabe que me sitúo en un pais quince años más lejos.

Sin embargo, los tiempos, como las ciencias, adelantan que es una barbaridad. Cuando a una parienta lejana le preguntan sobre un tio bisabuelo mío que era homosexual, ella declara, casi en tono de protesta, no saber nada; mi abuela dice lo mismo del que era hermano de su suegra. Sólo recientemente le pregunté a mi padre si a su tio abuelo se le notaba o no se le notaba. Mi padre me dice que, en realidad, Guillermo era un poco tierno y hablando y hablando me entero de que hace muchos años, en la ciudad en la que vivo, a finales de los cincuenta, un grupo de hombres fue sorprendido de noche dentro de un vagón de mercancias aparcado en la estación del tren. El escándalo protagonizado por quienes estaban ahí dentro haciendo no hace falta mucha imaginación para saber que manchó algunas reputaciones gravemente e hizo que otras se hundieron sin remisión, y distintas listas figuraron durante un tiempo por los corrillos. Después todo se tapó con un complice silencio, lo que hace pensar que quienes estaban dentro del vagon eran, en realidad, una larga lista de prohombres, o de sus vástagos más díscolos.

En La biblioteca de la piscina de Allan Hollinghurst, el personaje principal se da cuenta, al final de la novela, que existe un ángulo ciego en nuestra perspectiva histórica, algo, en el caso del personaje la permisividad sexual de la Inglaterra pre-SIDA, que damos por garantizado, por hecho. Ese ángulo ciego que nos hace saltarnos el eslabón importante -el inmediatamente anterior- cuando eso que damos por hecho no existía. Un tal Fray Berrnardo nos ha abierto ese ángulo ciego en el reciente artículo. Vivimos en la alta velocidad de la igualdad. Es cierto que todavía no para en algunas estaciones y lo habrá de hacer necesariamente: la transexual, el ejemplo más sangrante, pero estamos poniendo las traviesas y los railes. Es más, no debemos dejar de ponerlas, ni de cuidar la red, buscando donde falla o donde puede fallar.

Ese vagon descarrilado de escándalo, en una estación en la noche, con una puerta que de pronto se abrió y lo enfocó una linterna de la policia, fué llamado, con bastante retranca el vagón de la felicidad. Pero es uno abandonado, frágil y vulnerable al que hemos de tratar no volver. Por más que nos quieran encerrar en él y dejarnos en una via muerta.

Enrique Olcina

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