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Guetos (y 3)

EntendámonosAlgo más de medio siglo después de que el emperador romanogermánico mandara a los judíos de Fráncfort trasladarse a una nueva calleja situada extramuros, el Senado de la República de Venecia siguió sus pasos al ordenar, en 1516, que todos los judíos bajo su autoridad debían residir obligatoriamente en cierta zona periférica de la ciudad de la laguna. Dicha área, rodeada de canales y unida a la ciudad por tres puentes que las autoridades venecianas hacían cortar, encerrando a los judíos en su suburbio, por las noches y durante las fiestas cristianas, era conocida como Geto o Gheto por haberse ubicado allí una vieja fundición (la palabra del habla véneta gèto designaría originariamente una colada de metal fundido). Posteriormente, el vocablo italiano ghetto (adaptado en castellano como gueto) se convertiría en un término internacional, al designar juderías similares a la veneciana ubicadas en muchas otras ciudades de Europa.

La República de Venecia era considerada en aquel tiempo en la Cristiandad como un modelo de buen gobierno, de manera que su decisión de guetizar a los judíos pudo influir para que otras ciudades y territorios siguieran su ejemplo. Mayor influencia tuvo aún, con todo, la segregación en guetos de la población hebrea de los Estados de la Iglesia, ordenada por el papa Paulo IV en 1555. Este papa, que en su época de cardenal había sido el creador y jefe de la Inquisición romana, justificaba el severísimo trato al que sometía a los judíos residentes en los territorios que estaban bajo su soberanía temporal (incluyendo la comunidad hebrea de Roma, que era más antigua que el propio cristianismo) con estas palabras: “Puesto que es completamente absurdo e inapropiado que los judíos, que por su propia culpa están condenados a la esclavitud eterna, puedan, con la excusa de que la caridad cristiana los protege y les tolera vivir entre cristianos, mostrar tal ingratitud hacia éstos que devuelven injurias a cambio de la misericordia que reciben, y pretenden dominarlos en lugar de servirles como es su deber…»

En estas primeras frases de la bula Cum nimis absurdum, Paulo IV deja claro que sólo está dispuesto a tolerar la presencia de judíos en sus estados si la inferioridad respecto a los cristianos que la Iglesia católica atribuye a los primeros queda plenamente manifiesta en la realidad legal y social de unos y otros, en su vida cotidiana. Para el creador del gueto de Roma, segregar e inferiorizar son cosas que van estrechamente unidas, como evidencian también las medidas que prescribe el papa en la citada bula: además de la guetización, se impone a los judíos llevar siempre como distintivo un sombrero amarillo; se les prohíbe poseer bienes inmuebles o comerciar con otra cosa que trapos viejos y vestidos usados; tampoco los médicos judíos podrán tratar a enfermos cristianos; además, los judíos no podrán tener sirvientes cristianos ni permitir jamás que los individuos de esta religión, por humilde que sea su estatus, les den trato de señor, etc. Los siguientes papas no sólo mantendrían en pie este sistema de segregación/inferiorización de los judíos, sino que promoverían su extensión a otros territorios de Italia y del orbe católico (exceptuando, lógicamente, aquéllos de los que la poblacion hebrea había sido ya expulsada por completo, como sucedía en los estados hispánicos desde los tiempos de los muy católicos monarcas Isabel y Fernando).

Fue la Revolución Francesa la que, al extender su influencia por Europa, puso fin para siempre a la vieja vergüenza que para nuestro continente suponían guetos como los de Fráncfort y Venecia, e hizo que se reconociera a los judíos de estos territorios la condición de ciudadanos de pleno derecho, iguales a todos los demás. Dicha influencia llegó también a la Italia central, donde en 1798 el ejército republicano francés, aboliendo el poder temporal de los papas, proclamó la República Romana, levantó un árbol de la libertad en una plaza del gueto judío de la ciudad del Tíber y decretó para todos sus habitantes, con independencia de su religión, la plena ciudadanía y la igualdad de derechos. Sin embargo, el regreso en 1814 del papa como monarca absoluto de los Estados Pontificios, por decisión de las potencias que habían derrotado a Napoleón, acabó con estas conquistas y supuso para los judíos de dichos territorios el retorno al gueto y a la situación anterior a 1798.

Décadas después, en 1848, una nueva oleada revolucionaria liberal sacude Europa, y en medio de ella el entonces papa, Pío IX, decide suavizar la situación de los judíos de sus Estados; sin embargo, sólo la nueva abolición del poder temporal del papado en febrero de 1849, con la proclamación de una segunda (y, para su época, muy progresista) República Romana, pondrá otra vez fin al gueto y restituirá a los judíos su condición de ciudadanos de pleno derecho. La historia, sin embargo, se repetirá ese mismo año, ahora con las tropas francesas en un papel opuesto al de 1789: el nuevo presidente de Francia, Luis Napoleón Bonaparte (sobrino de Napoleón I, y futuro emperador Napoleón III), cediendo a las presiones de los católicos ultramontanos franceses, cuyo apoyo necesita para mantenerse en el poder, envía sus ejércitos contra la pequeña República Romana, acaba con ella por la fuerza y restaura a Pío IX en el trono de los Estados de la Iglesia. El papa se muestra entonces mucho más conservador que antes de la revolución, y es especialmente duro con la minoría judía (a cuyos miembros considera agitadores republicanos), ordenando de nuevo su guetización y su inferiorización legal y social; décadas después llegaría a decir públicamente, en referencia a los judíos, que “hay demasiados perros de éstos en Roma en nuestro tiempo, y los oímos gemir por las calles y nos molestan por todas partes»… una frase que no parecería fuera de lugar en el texto de Cum nimis absurdum.

La caída del Imperio francés de Luis Napoleón Bonaparte en 1870 posibilitará que ese mismo año el poder temporal de los papas sea abolido definitivamente, y Roma incorporada, como capital, al Reino de Italia. El nuevo estado italiano, de corte liberal, pone fin en seguida al gueto romano, para entonces un anacronismo que avergüenza y escandaliza a Occidente; de nuevo los judíos recuperan sus plenos derechos civiles. Pío IX se declara entonces “prisionero en el Vaticano», por más que el nuevo estado no limite ni impida sus movimientos; en 1864 este mismo papa había condenado solemnemente (en el Syllabus errorum), junto con otros “errores» modernos, la idea de que “El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la moderna civilización».

Cuando los actuales ciudadanos de Occidente se encuentran con alguna de las muestras de homofobia que prodiga la jerarquía católica (encabezada hoy, como en tiempos de Paulo IV, por un exjefe del Santo Oficio, o de su entidad sucesora), a menudo expresan sorpresa o incredulidad ante esta actitud, que recientemente ha llevado al Vaticano incluso a liderar la oposición a una propuesta europea en la ONU de declaración favorable a la despenalización de la homosexualidad en todo el mundo, con el deplorable argumento de que resultaba inaceptable que ésta afirmase “el principio de no-discriminación que exige que los derechos humanos se apliquen del mismo modo a todos los seres humanos, independientemente de su orientación sexual o de su identidad de género». La historia nos hace ver, con todo, que dicha actitud de la Santa Sede y sus subordinados es en realidad menos sorprendente de lo que podría parecer, y en cualquier caso no responde simplemente, como tampoco lo hacía la manifiesta judeofobia del pasado, a la obsesión personal de uno o unos pocos mandatarios. En la tradición católica, la segregación e inferiorización de aquellas minorías que no aceptan someterse a los dogmas de la Santa Madre Iglesia (esto es, a la forma en que ésta interpreta los textos que proclama como sagrados) es, como hemos visto en el caso del trato reservado durante siglos a los judíos, una política deliberada, consistente y mantenida –incluso contra viento y marea– mientras sus dirigentes han tenido la posibilidad de hacerlo, es decir, mientras el resto de la sociedad se lo ha permitido. Con dicha política se pretende asegurar la preeminencia de los dogmas católicos (hoy particularmente en el terreno de la moral sexual y familiar) y el poder e influencia sociales de la Iglesia (o lo que aún queda de éstos). Frente a ello, de nada sirve refugiarse en el viejo tópico de que “los tiempos cambian» si olvidamos que, en realidad, somos las personas, con nuestras micro o macroluchas, las que hacemos posibles esos cambios que anhelamos.

Nemo

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