viernes, mayo 16, 2025
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Holocausto/s (1)

La columna de dosmanzanasExpulsados de Inglaterra en 1290, los judíos pudieron regresar a ella a partir de 1656, cuando Oliver Cromwell, que necesitaba su ayuda financiera, se lo permitió de manera oficiosa. Su emancipación, sin embargo, tardaría aún un par de siglos en llegar, y suele situarse entre los años 1858 y 1890. En esta última fecha vivían en Inglaterra unos 50.000 judíos, y gozaban ya de los mismos derechos que cualquier otro súbdito de la reina Victoria. No sabemos, por otra parte, cuántos homosexuales habría en Inglaterra en ese mismo año, pero teniendo en cuenta que el país tenía más de 27 millones de habitantes, podemos conjeturar –aplicando los porcentajes al uso, incluso en las estimaciones más conservadoras– que debían de ser bastantes más que los judíos. Sin embargo, mientras que éstos últimos incluso formaban parte del Parlamento sin ocultar en absoluto su condición (de hecho, jamás han faltado los judíos en el Parlamento británico dese 1858 hasta hoy), los ingleses homosexuales eran en cambio casi completamente invisibles.

Y ello no puede extrañarnos, si tenemos en cuenta que la sodomía (o “buggery») estaba penada con la muerte en Inglaterra hasta 1861 (y con la cadena perpetua después), y que tras la “enmienda Labouchere» de 1885, prácticamente cualquier clase de comportamiento homosexual entre hombres podía recibir el castigo de dos años de prisión, posiblemente con trabajos forzados. “Salir del armario» en la Inglaterra victoriana equivalía, pues, a entrar en la cárcel. En 1895, fue precisamente eso lo que le ocurrió a uno de los más brillantes intelectuales de la época, el escritor Oscar Wilde, cuando su exitosa carrera y hasta su vida se vieron brutalmente truncadas al hacerse pública su homosexualidad en un monumental escándalo. Décadas más tarde, en 1952, lo mismo le sucedería al eminente científico Alan Turing. Tras estos dos casos célebres se ocultan las historias mucho menos conocidas –aunque algunas de ellas resulten tanto o más trágicas que las de Wilde y Turing– de miles de hombres perseguidos judicialmente durante décadas en aplicación de las leyes inglesas contra la homosexualidad. Leyes que siguieron plenamente en vigor hasta 1967, y parcialmente incluso después de esa fecha.

No hay duda, pues, de que el trato que las minorías judía y homosexual recibieron en Inglaterra durante la era victoriana y las décadas posteriores fue muy distinto. Mientras que la primera comunidad, definida por sus tradiciones religiosas, se beneficiaba de un clima de creciente tolerancia en materia de libertad de credo, la segunda, definida por la sexualidad de sus miembros, no lograba encontrar comprensión alguna en una sociedad que se caracterizaba por su extrema mojigatería en todo lo relacionado con el sexo. Ello nos hace ver que, aunque las historias de la homofobia y la judeofobia en Occidente sigan en general trayectorias paralelas y las coincidencias entre ambas (en cuanto a su origen, su cronología y sus mecanismos) sean muy numerosas, tampoco han faltado en absoluto los tiempos y lugares en los que dichas trayectorias se han distanciado notablemente. La Alemania posnazi es otro de esos tiempos y lugares.

Cuando, en 1944 y 1945, las tropas de las potencias aliadas contra Hitler tomaron el control de los campos de concentración del Tercer Reich, inmediatamente pusieron en libertad, como era de esperar, a quienes estaban encerrados en ellos como prisioneros de guerra o víctimas inocentes del nazismo: así pues, aquellos judíos, gitanos, polacos (y otros eslavos), personas discapacitadas, testigos de Jehová y prisioneros políticos que habían logrado sobrevivir recuperaron enseguida plenamente su libertad y sus derechos. Por el contrario, aquellos prisioneros a quienes los nazis habían cosido en su uniforme un triángulo rosa, es decir, los condenados por homosexualidad, no fueron considerados por los aliados como víctimas inocentes, sino como simples delincuentes comunes. De ahí que a los presos por el “crimen» de tener y vivir una sexualidad diferente a la de la mayoría se les sacase de los campos de concentración tan sólo para trasladarlos a prisiones ordinarias… y que cumpliesen allí, hasta el último día, su condena; la condena a que habían sido sentenciados por jueces al servicio del nacionalsocialismo en aplicación de las leyes de dicho régimen. Ni siquiera les fue descontado el tiempo que habían pasado internados en unos campos de concentración de los cuales era casi milagroso que hubiesen logrado salir con vida.

Es más, la ley nazi que reprimía la homosexualidad (el párrafo 175 del Código penal del Reich de 1871, con las modificaciones realizadas por orden de Hitler en 1935 para endurecerlo considerablemente) fue mantenida en la Alemania occidental, sin cambiar una sola coma, hasta 1969 (y sólo fue totalmente derogada en 1994). La aplicación de esta norma fue, además, severa, y decenas de miles de hombres homosexuales fueron enviados a la cárcel por su causa entre 1945 y 1969. Los acusados de haber cometido actos homosexuales (“actos» que, tras la reforma de la ley por parte del régimen nazi, ni siquiera tenían por qué incluir “contacto físico») solían perder sus trabajos, y algunos de ellos se suicidaron: tan sólo en Fráncfort en 1950 y 1951 hubo seis suicidios de este tipo. En la Alemania del Este –a pesar de su naturaleza dictatorial– fueron, en este aspecto, por delante de sus vecinos occidentales: en 1950 se volvió a la redacción del párrafo 175 de la época prenazi, y a finales de los años 50 se consideró que la homosexualidad no representaba peligro alguno para la sociedad socialista y se la dejó de perseguir legalmente (aunque el párrafo 175 no fue formalmente abolido hasta 1968).

Para entender la sorprendente e indignante situación de los homosexuales en la Alemania posnazi creo que hay que tener en cuenta dos factores. En primer lugar, el hecho de que las potencias aliadas vencedoras de la Segunda Guerra Mundial (los Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Soviética) eran países que perseguían legalmente la homosexualidad en su propio territorio, con lo cual hubiera parecido incoherente que considerasen como injustas las leyes nazis que hacían lo mismo. En segundo lugar, que los prejuicios homofóbicos ancestrales seguían plenamente instalados en la sociedad alemana tras la caída del nazismo: incluso en 1957 el Tribunal Constitucional de la República Federal Alemana falló en contra de que se declarase nulo el párrafo 175 en su redacción hitleriana, por considerar no sólo que éste había sido promulgado “en debida forma» y no presentaba una contaminación tal del derecho nacionalsocialista que lo hiciese incompatible con una democracia liberal, sino también que dicha norma se fundamentaba en una “ley moral» (“Sittengesetz») que el alto tribunal de la RFA consideraba aún en vigor, puesto que “las dos grandes confesiones cristianas [la católica y la protestante], de cuyas enseñanzas gran parte del pueblo toma los criterios que regulan su comportamiento moral, condenan la impudicia (‘Unzucht’) homosexual como inmoral.»

Era una forma de decir que los prejuicios homofóbicos más tradicionales y arraigados, esto es, los derivados del plurisecular discurso cristiano, continuaban determinando la actitud respecto de la homosexualidad tanto de la mayoría de la población como de las propias instituciones de la RFA todavía entonces, a finales de los años 50 del siglo pasado. Y lo mismo podría decirse de otras naciones occidentales, como Inglaterra. Todo ello en una época en la cual el discurso judeofóbico –derivado como hemos dicho de las mismas fuentes que el homofóbico, y con una historia muy similar a la de éste– era ya generalmente considerado en todo Occidente como inadmisible e incompatible con los valores en los que se sustenta nuestra democracia.

Nemo

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