viernes, mayo 16, 2025
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Loros, ardillas y otros monstruos

Las fábulas del loro y la ardilla

Los niños se arremolinaron sentados a los pies de la abuela. Sonia contempló despacio a sus nietos: dos niñas y un niño. Marta, la más pequeña, era la segunda hija de su hijo Javier y de Álvaro y, aunque le avergonzaba reconocerlo, era su favorita. Apenas un mes hacía de su cuarto cumpleaños y era difícil sustraerse al brillo de cacao de su piel, a la carita redonda de ojos rasgados y a la cadencia dulzona de su voz que acentuaba su eterna sonrisa. Rosa —en honor a la otra madre de Javier— era la hermana mayor de Marta, tenía siete años, era rubia, altiva como una diosa, un poco marisabidilla, a decir de su abuela Sonia, y se pasaba el día dándole patadas al balón y diciendo que de mayor quería ser como Beckham. Javier y Álvaro no deseaban más hijos y menos un varón. «Es que los hombres son tan complicados», decía siempre Álvaro si le preguntaban.

Luego estaba Jorge, una dulzura tímida de seis años, rodeado de muñecas, peluches y libros —había aprendido a leer a los cuatro años—. Hablaba poco, pero cuando lo hacía sus sentencias sonaban como inapelables órdenes investidas de autoridad. Sus padres, María —la otra hija de Rosa y Sonia— y Alejandro, llevaban un par de años dándole vueltas a la idea de traerle un hermanito. «Pero es que con la jodida hipoteca», se quejaba María amargamente.

Sonia levantó la cabeza y observó a Rosa trajinando en la cocina. Juntas desde hacía más de treinta años, aunque en la vida de las dos siempre hubo sitio para otros, Sonia se preguntaba cómo iba a superar si un día Rosa se marchaba o se moría. «Dios no lo quiera», añadía siempre Sonia sin importarle su ateismo declarado.

—¿Queréis que os cuente una historia?

—Sí, sí, venga —dijo Marta y acompañó sus palabras de pequeños tirones del borde de la falda de su abuela

—¿Un cuento? —preguntó Jorge.

—No, una historia que pasó de verdad, hace muy poco, aunque parece que es una historia de hace mucho, mucho tiempo, de cuando conocí a la abuela Rosa, y aquí todo estaba prohibido y había que hacer lo que ordenaba un militar que ganó una guerra.

—Entonces es como ahora: papá y mamá siempre andan dándome órdenes y tú y la abuela Rosa lo mismo —replicó Jorge.

Sonia le miró sin saber qué contestarle o pensando que contestara lo que contestara su nieto acabaría por rebatírselo, que quizás, si por algunos fuera, las cosas no habrían cambiado tanto.

—¿Y por qué mejor no jugamos un rato al fútbol con la Wii? —preguntó Rosa, removiéndose inquieta.

—Porque a tu abuela Rosa no le gusta que, o te pases el día delante de la pantalla, o corriendo detrás de un balón. Además, vamos a comer en cuanto ella acabe de hacer la comida, que sabes que se enfada si se le enfría después de haber pasado el trabajo de cocinarla.

—Venga abuela, cuéntanos la historia —insistió Marta con otros cuantos tironcitos de la falda.

—Érase una vez, no importa el cuando porque hay historias en las que el tiempo no importa, que en un país existía una familia que vivía en un palacio y que todos les llamaban reyes. Para ser rey y vivir en la opulencia…

—¿Qué es eso de la olencia, abuela? —preguntó Marta.

—Opulencia, tonta —dijo Jorge—. Tener muchas cosas, muchos juguetes, todas las muñecas que quieras…

—Sí, Jorge, es tenerlo todo o todo lo que desees; pero no hace falta que insultes a tu prima, que no es tonta sino más pequeña… Bueno, y si no os calláis y me dejáis nos tendremos que sentar a comer sin que os cuente toda la historia.

»Los reyes lo tenían todo y para ser rey, o de su familia, había que ser hijo de otros reyes o de sus hijos, que les llamaban príncipes o princesas, o infantes o infantas, según un sistema muy largo de contar y que ni siquiera yo me sé bien, O tenían que ser sus maridos o esposas. Para que lo entendáis mejor; si quieres ser arquitecto o médico o futbolista —Sonia miró a Rosa y la niña sonrió— tienes que estudiar, sacar buenas notas, practicar mucho; pero para ser rey o reina no es necesario, no hay exámenes ni es el más listo del país el que lo es.

»Y en ese mismo país había otra gente que eligió como trabajo meterse en la vida de los demás, salir en televisión o en las revistas diciendo que juanito o juanita tiene novia o que no la tiene o que tiene novio, o que tiene novia y novio; gente que no le importa mentir o insultar, que le da igual si hacen daño o no…

—¿Personas malas?

—Sí, Marta, personas muy malas.

—Pero, abuela, así son los programas de la tele, menos los dibujos o las pelis. Papi dice que en la tele sólo echan basura. Ya nos sabemos la historia, mejor jugamos a la Wii.

—Rosa, esa no es la historia, esos son los personajes, vale…, pero si queréis me callo.

—No abuela, cuenta, cuenta ya —dice Marta.

—Pues érase una vez una reina, una abuela reina, que tenía por amiga a otra señora que era de esos que se meten en la vida de la gente (ella decía que era periodista), y las dos se pusieron a hablar, mejor dicho, la periodista le hacía preguntas y la reina contestaba, y con eso la periodista iba a escribir un libro. Bueno, pues estaban sentadas en una habitación grande, llena de cuadros y muebles caros y muchas cortinas, que estaba en el palacio donde vivía la reina. Y la habitación tenía una ventana que daba a un jardín enorme, lleno de árboles, y, como hacía buen tiempo, la ventana estaba abierta, y en uno de los árboles, en una rama que estaba muy cerca de la ventana, había un loro y una ardilla, los dos juntos mirando a las dos mujeres y oyendo lo que decían. Pero ellas, la reina y la periodista no veían a los dos animalitos, sólo hablaban y bebían de unas tazas con dibujos dorados, muy caras. Entonces la periodista le preguntó a la reina por la familia, qué opinaba ella de que se casaran dos hombres (como tus papás, Marta) y de que tuvieran hijos, y la reina se quedó pensando, dio un sorbo de su taza, se limpió los labios muy digna, con la punta de una servilleta llena de bordados y dijo: «Pues que no es natural, lo natural es que sean un hombre y una mujer, ¿no? Porque un loro y una ardilla no van a ser un matrimonio, no van a formar una familia». Entonces el loro y la ardilla, que seguían en el árbol, se miraron. Llevaban muchos años viviendo juntos, la ardilla le descubrió un día, el loro andaba perdido, se había escapado de su jaula, pero apenas era capaz de volar y, como estaba acostumbrado a que le pusieran la comida, no sabía cómo buscar granos u otras cosas que comer. La ardilla le ayudó, le partía las cáscaras de las nueces y le daba a comer el fruto, y se enamoró de su bonito plumaje de colores y del penacho panki de su cabeza. El loro también se enamoró de ella, nunca había visto un pelaje tan agradable, tan suave que daba gusto restregar su cara contra él… Y ahora esas mujeres decían que no eran normales, que era unos monstruos, que no eran una familia…

—¡A comer todos, que se enfría! —llamó la abuela Rosa desde la puerta de la cocina.

—Vamos —dijo Sonia y se levantó.

Jorge y Rosa salieron corriendo para llegar primero y elegir sitio en la mesa. Marta dio un par de tirones de la falda de su abuela, para llamar su atención y dijo:

—Abuela, ¿si a mí me gustan más el loro y la ardilla que esas dos señoras también soy un monstruo?

Javier Luque

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Esta fábula formará parte del libro que estamos preparando con «Las fábulas del loro y la ardilla». ¿Quieres que tu fábula forme parte del libro? Envíanos tu fábula, ¿a que estás esperando?

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